León Bendesky
El Estado colapsa, sustancialmente, cuando no puede proteger los derechos y, aún más, la vida de sus ciudadanos. Eso es lo que está pasando hoy en Ecuador; eso ocurrió en El Salvador y el fenómeno se despliega con distintas modalidades, pero con un mismo eje, por toda la región de América Latina, segada por el bárbaro crecimiento de la violencia.
Utilizo aquí como referencia un fragmento de un estudio publicado en Montevideo el pasado diciembre. “Latinoamérica es la región más violenta del mundo, de acuerdo con la evolución de los homicidios y la naturaleza de ciertos crímenes… La violencia rapaz … no ocurre únicamente en el bazar de las economías irregulares, semilegales y abiertamente ilegales. Los mercados ilícitos se desarrollan necesariamente en el mercado formal y se alimentan de él, de actores convencionales posicionados en cargos clave (migración, aduana, intermediación financiera, puestos de frontera, comercio exterior, etc.)”. Ese último etcétera es ciertamente muy largo. (https://bit.ly/48uRvEn).
El planteamiento anterior es explícito y los elementos que ahí se señalan están estrechamente interrelacionados; se extienden, se ramifican y se combinan con otros factores que alientan la desintegración social, la persistencia de la pobreza y de la desigualdad social; los que inciden en las políticas públicas, en el destino de los recursos y la configuración de los ámbitos de lo público y lo privado.
Ecuador está en estado de sitio en una clara expresión de la muy grave crisis de seguridad que asola esa sociedad. El gobierno admite que hay un conflicto armado interno que exige la intervención del ejército. La situación del país es en extremo delicada y las acciones de las mafias son pasmosas, indicativas del poder que tienen y de la impunidad con la que operan. El sistema legal es prácticamente inoperante; las cárceles son espacios de operación y de reclutamiento de los criminales y una fuente de constante descomposición. La prensa ha puesto de relieve diversas cuestiones que enmarcan la situación de crisis, entre ellas: la dejadez institucional, la miseria de la población, la corrupción.
En esta situación de extremo peligro y parafraseando a Albert Camus ( El hombre rebelde), si la sociedad no quiere ser vencida y dominada por la creciente inseguridad que la acecha, debe aprender a combatirla. El dilema consiste entonces en que si se repliegan las fuerzas del orden –término que cada vez más parece un eufemismo–, o cualquiera otra forma de resistencia social que se configure, confrontarán la sumisión y en el extremo la muerte; si resisten deben contraatacar ¿Están la policía y el ejército dispuestas a esa lucha? ¿Cuál es la disposición de hacerlo en medio de un Estado disfuncional? ¿Cómo queda, pues, la situación de los ciudadanos? ¿Qué les espera en este escenario de quiebra en materia de seguridad, de una creciente ausencia del estado de derecho y nula fortaleza institucional? ¿Es que se espera que se defiendan en un entorno de enorme desigualdad en la capacidad de lucha? Esta es, en el extremo, la funesta oferta en la que se han ido arrinconado los gobiernos sometidos por el narcotráfico y los estados que mueren.
El muy controvertido modelo Bukele impuesto en El Salvador desde principios de 2022, se ha vuelto una tentación en países de la región asolados por la criminalidad. Las políticas que definen dicho modelo de seguridad pública son muy controvertidas. La socióloga Lucía Dammert apunta en un artículo publicado a fin del año pasado en la revista Nueva Sociedad, que de un lado han conseguido reducir la inseguridad pública con métodos que han mitigado la tasa de homicidios; se ha encarcelado alrededor de 70 mil personas, lo que equivale a más de uno por ciento de la población de ese país. Bukele ha construido una cárcel modelo para 40 mil pandilleros; hay ciudades en el mundo con una menor población que esa cárcel. Se ha implantado un régimen de excepción constitucional que permite las detenciones sin orden judicial; se desarrollan juicios masivos, se eliminan controles administrativos para el uso de fondos públicos. Se abre un complicado espacio que tiene que ver con el incremento de los delitos, los crímenes y la ascendencia de las mafias, por un lado, y por otro, la aplicación de los criterios relativos a la salvaguarda de los derechos humanos y aun del mismo estado de derecho. La popularidad de Bukele es altísima; cuenta con una aprobación de 70 por ciento o más según las encuestas. Ha conseguido maniobrar para presentarse de nuevo en las elecciones y está fraguando un gobierno altamente autoritario con el apoyo popular; signo ominoso para la condición democrática en la región.
Es evidente que las condiciones que se han creado en torno al crimen organizado se han ido extendiendo y profundizado en todos los frentes en los que operan. El neoliberalismo es responsable de muchas condiciones adversas que afectan hoy a la sociedad. Pero las políticas de contención aplicadas no han conseguido detener el deterioro en materia de bienestar y, sobre todo de la inseguridad pública. Argentina es hoy un caso emblemático al respecto, y no es el único.
El asunto tiende a un límite que puede delinearse en los términos en que se pueden reconfigurar las condiciones que fortalezcan la convivencia en un estado de derecho moderno progresista con sus atribuciones claramente fijadas. Esto implica necesariamente el reconocimiento de todos los que lo componen, tanto aquellos con los que el poder se identifica y con los que no. En México no podemos, no debemos, demeritar las condiciones que se han ido creando en materia de la inseguridad pública. Este es un asunto determinante para el nuevo gobierno.
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