Constituye un beneplácito, sin duda, el que Chile haya salido masivamente a enviar un claro mensaje a la oligarquía católica, criolla y militar, sobre su insoportable presencia y arbitrariedad. Claro, no siempre estos mensajes son entendidos. Precisamente, en dicho país sudamericano, se caracterizó una élite que, en el nombre de dios, decidió derrocar al primer gobernante socialista electo democráticamente.
A la memoria viene, con un dejo de amargura e inconformidad, una participación académica abruptamente intervenida por un librero socialista chileno que, frente al debate planteado por el politólogo español Juan Linz respecto a la dupla presidencialismo-parlamentarismo y su relación con la democracia, señalaba que en 1973 a Chile le hicieron falta armas y civismo. A la distancia, es una verdad insoportable.
Arturo Fontaine y una cuadrilla intelectual que le acompaña desde uno de los principales centros católicos de ciencia política, propuso, desde hace unos años, debía de retomar la constitución de 1925 suspendida en el momento del golpe de estado. De ese tamaño es la medida que la velocidad histórica de los nacionalismos católicos proponen para la hechura de los cambios políticos. ¡Qué bueno el 1925 chileno! América Latina todavía se revuelve en el laberinto de la Edad Media.
No obstante, hay otro Chile que aspira a la autonomía, el liberalismo, progreso e igualdad. El país es pródigo en vinos y letras, por ello, frente a Fontaine se presenta Roberto Bolaños. Si la literatura es el registro del cambio democrático, habrá que apurar a los sociólogos gringos para que en el próximo texto sobre antropología religiosa moderna, incluyan a los chilenos que avanzan entre la luna y Barcelona. ¿Será que los chilenos libres sólo pueden estar fuera de este mundo? Para los nacionalistas católicos sí.
Chile fue el centro de convergencia entre Estados Unidos y la Santa Sede. Augusto Pinochet propuso el país como el centro de la Modernidad Conservadora donde el neoliberalismo y el anticomunismo católico configuraron el tejido social. Fue el modelo de la dictadura católica liberal donde la gente humilde era sometida, controlada, asesinada y explotada, por una oligarquía con grandilocuente moral fascista. La transición democrática chilena ha ocultado muchos crímenes y abusos de la derecha para que la izquierda llegara a gobernar, siguió el modelo español de olvido, perdón y tolerancia al siempre vigente abuso de los poderosos. Es por eso que se espera tanto de Chile, para que los cambios caminen de otro modo. El futuro está más allá de desterrar a Pinochet y Juan Pablo II de la historia, implica construir una nación libre.
No es suficiente apoyar una constitución para el siglo XXI más que para 1925. Es fundamental el mensaje del viejo librero socialista chileno. El pueblo debe valorar y pagar el costo de su libertad. Si el pueblo chileno no supervisa y exige una constitución a la medida de sus circunstancias históricas, Chile acumulará una experiencia más en el conjunto de las bobas repúblicas de las letras latinoamericanas. Una constitución es una quimera frente al imperialismo. Ni Estados Unidos ni la Santa Sede dejarán de intervenir y proteger sus intereses al lado de los empresarios y hacendados aristocráticos.
Chile y Bolivia se han manifestado convincentemente para exigir sus derechos, han evidenciado el cinismo e inmoralidad del imperialismo geopolítico. Sin embargo, la derecha teológico occidental estimula la manifestación de los colectivos liberales y nacionalistas para destruirlos en el posible futuro postpandémico. Que el pueblo y la historia de Chile no se equivoquen.