El espionaje es una condición natural de supervivencia y adaptación. Mirar de forma subrepticia las acciones de otros constituye una de las conductas más antiguas de la humanidad.
La observación oculta permitió que los grupos sociales intercambiaran conocimiento para sobrevivir. No obstante, la información constituye un tesoro que, como toda fuente de poder, disminuye su capacidad cuando se generaliza. Tal vez por ello, el poder tiende a encriptarse, guardarse en la medida de lo posible y simular para inhibir el agotamiento de su hegemonía.
Al espionaje lo acompaña el secreto, lo encriptado, el silencio, las máscaras y fachadas; la múltiple y más variada militancia. Esta dinámica se corresponde con la evolución e involución de la humanidad. El poder espía, el contrapoder también. La infiltración y compenetración es mutua, y vence quien guarda la salud mental frente al terrorífico aspecto de la supremacía. En todos los ámbitos sociales, el espionaje es un elemento necesario para el control y el cambio. Sus principales estrategias se relacionan con la mentira, oscuridad y engaño, a veces puede parecer magia y artimaña sencilla; en otras, despliega complicados mecanismos. La política, como bien decía el Viejo del Portal inventado por Carlos Fuentes, es un juego de mudos, secretos, traiciones y sabotajes.
Lo que en el siglo XX, y quizá ahora, se denomina inteligencia, fue una condición sigilosa y encubierta para conocer contextos a profundidad y acceder a información vital en el ámbito de la geopolítica por parte de las potencias, generando la creación y destrucción de amplios sectores regionales, económicos y humanos. En el mundo bipolar y luego unipolar, el poder se mantuvo espiando y estructurando una sociedad de vigilancia y control para mantener equilibrios. La sociedad política no nació solamente para inhibir en los seres humanos su capacidad de maldad sino también para espiar y poder controlar.
Se ha publicado recientemente una obra que profundiza el tema de la ultraderecha mexicana en un sentido histórico y académico. Aunque fenómenos como el conservadurismo monárquico, la cristiada, el sinarquismo y la ultraderecha han permitido una aproximación al tema de identidad de la derecha mexicana, las cosas no quedan claras y, por ello, textos como el de Fernando M. González informan mejor de la situación. Secretos Fracturados. Estampas del catolicismo conspirativo en México (2019) de Editorial Herder, hace alusión al habitus jesuítico, que sobrepasa las capacidades de estudio o liderazgo, y que incluye, y sobre todo, la capacidad para espiar, conspirar y ejercer un caos donde el institucionalismo religioso católico siempre se sale con la suya.
La obra se suma a otras investigaciones de Fernando M. González sobre la pederastia clerical, corrupción y enriquecimiento ilícito de personajes como Marcial Maciel y los Legionarios de Cristo, así como otros cuyas raíces provienen de espiar, mentir, infiltrarse, conspirar y corromperse desde la época de la Guerra Cristera, dando lugar a diversas sociedades secretas y reservadas católicas durante la mayor parte del siglo XX en México caracterizadas por el ADN Jesuita. Por ello, resulta contradictorio lo que el autor sostiene en el marco teórico que le permite articular sus datos; si bien es cierto que muchas de las estructuras descritas parecen formar parte de la prehistoria del espionaje y el secreto, el integrismo católico sigue conformándose como uno de los poderes fácticos más importantes. Una de las instituciones espías por antonomasia es la Santa Sede y sus nacionalistas católicos que han permitido la
extensión de la pederastia, la corrupción y los autoritarismos allí donde el catolicismo es la religión predominante. Aún cuando la sociedad está desvestida frente a los actuales medios de comunicación y las tecnologías del espionaje son extremadamente avanzadas, los viejos hábitos –jesuíticos, a decir del autor– siguen marcando la pauta para que el conservadurismo sea hegemónico.
Circunscrito el trabajo a la experiencia del nacionalismo católico en Guadalajara, Jalisco, la información compartida por el autor va más allá de enumerar nombres, familias, organizaciones, negocios, política, violencia y corrupción. El estudio regional es una muestra para comprender las acciones de la ultraderecha en México y Latinoamérica. Como buen historiador, el autor renuncia a modelos simplificadores empleados en las ciencias sociales y, sobre todo, el periodismo. Sin embargo, como psicólogo, sabe también que las teorías y arquetipos describen una realidad que aún cuando invisible es manifiesta. Todo mundo sabe que no existe la brujería, pero de que hay brujas, las hay.
El gobierno de la 4T ha sufrido varios embates de grupos internos y externos que pretenden obligarlo a no salir de los esquemas que el neoliberalismo planteaba y que, quizá, desde la Segunda Guerra Mundial se han establecido. La geopolítica jesuita hizo rehén a México de la Santa Sede y Estados Unidos. Los ideales de la revolución mexicana fueron contenidos por la estructuración de la ultraderecha conforme el catolicismo anticomunista de catacumbas y, luego, tampoco se han corregido por la estructuración progresista del mismo catolicismo. A los jesuitas se debe una derecha e izquierda violentas, confesionales, espías y simuladoras.
La experiencia de la educación en Guadalajara es también el botón de muestra para entender a la instituciones escolares del país. La educación sigue siendo el campo de batalla eterno entre el pensamiento conservador, clasista, colonial y contrarreformista frente al iluminismo verdadero y liberador. Lamentablemente, como sostiene el autor, en todos casos importa más la militancia y el reclutamiento que la probidad académica. La educación permite la incorporación de los nuevos elementos a las clases dirigentes del país así como la exposición de los valores, usos y costumbres que guarda el orden social. Desde ahí se debe entender la posibilidad del cambio social y la modernización.
Samuel Schmidt había calificado a la fallida democracia mexicana como un Estado Suplantado donde los poderes fácticos (narcotráfico, religión y mass media) imponían agendas de gobierno y estructuraban el orden social. Con todo ello, y no obstante mayores elementos científicos, Fernando M. González se niega a señalar que la Jerarquía Eclesiástica es la cola que mueve el perro del control social en nuestro país. Su obra aporta datos significativos para entender la evolución del nazifascismo jaliciense, pero deja sin responder muchas incógnitas ¿Cuál es el sentido de tantas organizaciones discretas y reservadas? ¿Cuál es el objeto de miles de instituciones educativas confesionales? ¿Por qué los nacionalistas católicos infiltran y espían todos los elementos del orden social? ¿Para qué eliminar y lastimar a miles de comunistas, opositores, disidentes y librepensadores? ¿Cómo se hicieron expertos en las campañas de difamación y persecución? ¿Por qué la burocracia clerical tiene tanto poder económico y aparece unida al sector empresarial?
Finalmente, hay silencios escandalosos. Develar las catacumbas de la ultraderecha no implica reconocer que su tiempo se agotó, o bien, que sus mecanismos ya no son operativos en la sociedad actual; son las sociedades secretas más públicas; pero, también, las que tienen un enorme potencial de convocatoria, capacidad económica y propaganda oscura. Viene a colación la experiencia de la masonería rosacruz y las diferentes agencias de seguridad
norteamericanas, que permiten su exposición cuando ya nada las puede afectar, cuando tienen el timón y han marcado un rumbo; tal vez cuando, bajo la apariencia de denuncia lo que en realidad persiguen es enviar un mensaje a sus detractores y a mismo tiempo renovar sus estructuras. Así pues, con todo y sus silencios, la obra de marras indica la magnitud de la Gran Conspiración Católica.