Los informes presidenciales, tan importantes sobre todo durante la segunda mitad del siglo pasado, parecen ser hoy una mera copia caricaturesca y de tramitación forzada.
Cómo no recordar aquellos tiempos de los sagrados rituales del presidencialismo, donde se generaba antes durante y después del informe presidencial correspondiente, toda una parafernalia.
En efecto, días antes de que el presidente presentara su informe en el Congreso de la Unión, con mayoría priista absoluta, las expectativas eran grandes sobre lo que podría ocurrir o anunciarse por parte del hombre que acumulaba abrumadoramente el poder político, lo mismo cambios posibles en el gabinete que decisiones que marcarían rumbos para la nación o guiños en torno a quien podría ser el candidato a la Presidencia en las siguientes elecciones, mejor conocido como el tapado.
Y qué decir del mero día donde llegaba con un impresionante boato a la propia Cámara de Diputados, donde nadie chistaba y menos replicaba hasta que un buen día levantó la mano Porfirio Muñoz Ledo para increpar al presidente De la Madrid, lo cual sentó precedente y fueron después multiplicándose por parte de varios protagonistas con acciones de protesta e inconformidad.
Y luego. el proverbial recorrido triunfalista por avenidas y calles hacia Palacio Nacional con papelitos multicolores tirados desde lo alto de los edificios como si fuera una nube donde se fundía gloriosamente el monarca sexenal. Y ya en Palacio, la inevitable y casi interminable fila de aduladores con saludos y felicitaciones o “el besamanos” siempre exagerando los resultados obtenidos.
Pero no paraba ahí la parafernalia .seguía un bombardeo de spots y comentarios noticiosos mediante un sistema prácticamente monopólico de radio televisión, y periódicos, que solo erutaban loas al presidente.
Con el tiempo, se fueron acumulando y desgastando la fórmulas y las rutinas junto al aburrimiento de las audiencias otrora atentas y ávidas de información, que obligaron a modificar los mecanismos informativos de la presidencia, para derivar en la simple entrega de un documento como ya lo hizo en su momento Felipe Calderón, en el propio Congreso para su correspondiente glosa.
Hoy, en el caso de Enrique Peña Nieto se acentúa todavía más esta indiferencia y distancia entre gobernantes y ciudadanos, y hasta los descuidos por parte de la representación cameral y del equipo presidencial, que olvidaron invitar al presidente electo, como lo dijera Andrés Manuel López Obrador, para explicar por qué no asistiría.
Si acaso sólo quedan reminiscencias de la consabida saturación comunicacional con mensajes del presidente saliente, más como un recurso de ocultar el vacío institucional del que se le acusa, que por afanes meramente informativos y de posicionamiento político.
Ya veremos cómo vienen en forma y fondo los quehaceres tanto en esta como en otras materias de la gestión presidencial subsiguiente.
Pero por lo pronto, se le dio una paletada más al entierro de aquellos viejos, y para algunos, buenos tiempos o mucho mejores que los de nuestros días, no exentos de nostalgia y amnesia del autoritarismo asfixiante que perneaba por todos los entidades, territorios y rincones de la patria.