Resulta sorprendente constatar cómo los altos niveles de profesionalidad de los diversos oficios menguan hasta casi desaparecer cuando evaluamos el desempeño de los políticos profesionales. Mientras que la calidad media de los profesionales de la sanidad, de la economía, de la construcción, de la agricultura, de la industria, del comercio, del transporte, del deporte, del periodismo, es perfectamente homologable con la de sus homólogos de nuestros países vecinos, la de nuestros políticos resulta patéticamente inferior a la de sus colegas europeos.
Puede que una parte de ese problema provenga de la llamada selección negativa de esos mismos profesionales de la política. El oficio es tan árido, tan agrio y tiene tan mala imagen entre los ciudadanos que una buena parte de los que lo ejercen como profesión lo desempeñan porque no han sabido encontrar otra. Una segunda explicación, complementaria de la primera, pudiera ser que los partidos políticos son máquinas trituradoras en el sentido de acabar con cualquiera que se aparte un solo centímetro de la línea oficial establecida por la cúpula, que se confirma a diario con los argumentarios que emanan desde esa misma jefatura del partido. Algo así debe pasar, porque tanta incompetencia ha de tener explicación.
Viene a cuento lo anterior del manido debate sobre la reforma constitucional, un tema que en estos días ha alcanzado niveles tóxicos. Todos estamos opinando sobre el asunto, algunas voces con indiscutible acierto, por lo que sorprende mucho que las aportaciones de la mayoría de los profesionales de la política se limiten a repetir mañana, tarde y noche, de manera machacona, las dos o tres ideas que maneja su jefe de filas partidario.
Mientras que en los países que nos rodean, desde Francia a Portugal, de Alemania a Italia, su carta magna ha sido reformada en decenas de ocasiones en los últimos cincuenta años, en España tal hazaña solo se ha logrado dos veces: ambas por mandato expreso de la Unión Europea. Vivimos, pues, en un bucle que resulta irritante pero pronto será melancólico. Javier Pérez Royo, autoridad entre los constitucionalistas, auguraba recientemente que “mientras la composición de las Cortes Generales sea la que es, es decir, con el Congreso de los Diputados y el Senado que tenemos, no es posible la reforma de la Constitución”.
Explica el catedrático sevillano que la composición del Congreso y del Senado no la hicieron las Cortes Constituyentes, sino las Cortes de Franco que aprobaron la Ley para la Reforma Política, la última de las Leyes Fundamentales del Régimen. Posteriormente, sostiene, las Cortes Constituyentes se limitaron a hacer suya la composición de la Ley para la Reforma Política, que estaba pensada para dejar “atado y bien atado” todo lo que se pudiera, es decir, para “enjaular” el ejercicio del principio de legitimidad democrática, que era lo que inevitablemente venía. Así pues, podemos decir, que de aquellos polvos vienen estos lodos.
Se evidencia así el abismo que separa la realidad del país de la de su parlamento. Fuera de éste, el consenso a propósito la imperiosa necesidad de actualizar una carta constitucional, que en 2018 cumplirá cuarenta años, es total. Los expertos señalan que, cuando menos, el marco de competencias entre la administración central y las homólogas regionales ha de ser regulado y clarificado de nuevo. Lo mismo ocurre con el asunto de la financiación autonómica, un auténtico laberinto al que la mayoría dominante no quiere ni acercarse; o con el espinoso tema del encaje de las distintas nacionalidades en el marco del Estado.
Sin embargo, expertos externos aparte, entre los profesionales de la política destacan por mayoritarios los que no saben o no quieren, o las dos cosas a la vez, hincarle el diente a la imprescindible reforma. Lo explicaba hace unos días Fernando Garea: “con 137 escaños no se puede hacer nada”, dijo Rayoy, pero el resto de partidos con 237 tampoco logran casi nada. Así es, el Gobierno se limita a no hacer nada, siguiendo la aplaudida doctrina de su dirigente máximo, mientras tanto la oposición se dedica a pelearse entre sí antes que a aprovechar la débil minoría parlamentaria del PP.
Es irritante comprobar como Rajoy y los suyos llevan años instalados en el no hacer nada sobre el particular. El Presidente siempre responde lo mismo, que está más que dispuesto a escuchar a todos, pero él no ha esbozado nunca, nunca, una sola idea en positivo, ni una sola, sobre qué es lo que él piensa de la necesidad de la reforma constitucional. Como decía Ignacio Escolar, Rajoy razona así: unos quieren más federalismo, otros desean más centralismo, pues la posición correcta es no hacer nada. En realidad es lo que lleva haciendo toda la legislatura: no hacer nada.
O sí. Algo sí se hace desde la calle de Génova, y lo explicaba Ana Valero hace muy poco: tras el uso político y mediático que se está dando al término “constitucionalista” con motivo de la crisis catalana, se esconde la voluntad política manipuladora de defender una determinada interpretación de la Constitución en lo relativo a su organización territorial.
Más allá de la obsolescencia de la Carta Constitucional, la producción legislativa está en mínimos históricos, y bajo la batuta de Rajoy no se ha conseguido alcanzar pactos de Estado sobre cuestiones centrales: ni sobre el modelo territorial ni sobre el imprescindible modelo educativo. Y cuando sí se han alcanzado, como en el caso del Pacto Contra la Violencia de Género, el PP se hace la foto y luego mete sus compromisos en un cajón para vergüenza de quienes lo firmaron con él. Que le pregunten a Albert Rivera que ha sido del pacto de investidura que firmó a bombo y platillo, o a Pedro Sánchez sobre las contrapartidas del apoyo del PSOE a la aplicación del artículo 155 en Cataluña.
Padecemos un sistema político que ha provocado que nadie sepa gobernar sino es con mayoría absoluta. Es decir, nadie sabe estar al timón si no es para actuar según su leal saber y entender, desde el ordeno y mando. En el país en el que la palabra consenso se elevó a la categoría de emblema y símbolo de la canonizada Transición, no hay dios que sepa acordar absolutamente nada de interés general con sus adversarios políticos.
Los partidos mayoritarios, léase PSOE, Podemos y Ciudadanos, se vigilan y atacan entre ellos mismos de forma esterilizante. Mientras tanto, el PP se dedica a sacar provecho propio del poder central y de aquellos otros –regional o local- en los que ostenta mayoría absoluta, y a torpedear la acción de gobierno allá donde es oposición. Y esa política artillera se ejecuta mintiendo, difamando o deformando lo que sea menester: el objetivo no es otro que mantener o recuperar el poder al precio que sea. Como muestra un botón valenciano: la señora Bonig, mandamás del PP regional, no habla ni una sola vez que no sea para denigrar y desacreditar al actual gobierno autonómico. Aunque sea a costa de hacer el ridículo: en el debate sobre los presupuestos presentaron, entre grandes aspavientos, acusando de todo a la Conselleria de Mónica Otra, una enmienda para que se asignara a Cáritas una partida de 270.000 euros. La cantidad consignada en el presupuesto era de 479.000 euros. No importa, lo importante es armar jaleo. Este es el nivel y estas son las formas que se gasta el PP.
Es un partido que marca los niveles más tóxicos de aquella insolvencia de la que venimos hablando. Lo explicaba muy bien Íñigo Errejón recientemente, cuando –refiriéndose a la praxis política del gobierno central- escribía que “podemos afirmar que hay Ejecutivo y presidente en La Moncloa, pero no Gobierno, si por tal entendemos la conducción hacia un horizonte claro de superación de los problemas que arrastramos desde hace más de una década. En lugar de proyecto colectivo, tenemos un cuerpo de técnicos que van salvando las semanas y pagando facturas, un entramado corrupto que necesita seguir en el poder para cuidar de los suyos y un coro de propagandistas dedicados a buscar más excusas que soluciones”.
Pues eso parece, sí. ¿Y con esta gente al mando queremos poner al día la Constitución? Pues va a ser que no, que va a tener razón Pérez Royo.