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Travesuras

Hace cuarenta años, en el verano de 1976, que mi padre me envió a Paris a estudiar francés. Viajé con un grupo de compatriotas; para entonces yo tenía 15 años. Sin práctica previa, desde el avión mismo, comencé a fumar y ya en Paris compraba unos cigarros fuertísimos llamados Gauloises sin filtro. Me sentía totalmente realizado. ¡Oh, necedad de aquellos tiempos!

Iba a un bar con mis compañeros mayores y yo pedía con desparpajo coñac con coca cola, con una inconsciencia total de la afrenta que mi pedido representaba. Me servían gracias a mis amigos que me toleraban.

Vivíamos en una casa de estudiantes de la calle Raspail casi esquina con el bulevar Montparnasse. La casa era de varios pisos y compartía la habitación con otros dos compañeros. Había un refrigerador de uso común con otros huéspedes, sobre todo norteamericanos. Con frecuencia había letreros de reclamo agresivo a personas que tomaban Coca Colas ajenas: “Ojalá te ahogues”, decían en francés. No nos sentíamos aludidos ni alcanzados por la maldición.

En la planta baja de la casa de estudiantes había una máquina expendedora de bocadillos; creo que allí gasté buena parte de la fortuna que llevaba: todos los días comía un chocolatín, que es de hojaldre relleno de una pasta de chocolate oscuro. Ese fue uno de mis descubrimientos primeros; si esa fuera toda mi cultura francesa sería suficiente.

El propósito de mi viaje era estudiar un curso de verano en la Alianza Francesa; fui el primer día a clases y me senté junto a una bella chica chilena; al día siguiente ella no volvió y perdí el interés disponiéndome a aprender en la calle, lo cual hice, vagando por la ciudad a mis anchas. Todavía eran tiempos de aparente calma y viajaba en el metro por doquier saltando como muchos, entonces y ahora, los torniquetes para no pagar.

Un día, cerca de los jardines del Luxemburgo me encontré de casualidad con un antiguo compañero de la Alianza Francesa de México que se había ido a estudiar un posgrado. Yo caminaba por la acera y él, sentado en el asiento posterior de un auto me vio y yo a él fijamente, luego me hizo la seña inconfundible de ¿qué traes?, nos reconocimos y gracias a un semáforo en rojo, nos reencontramos.

En la esquina de la calle Raspail y Edgar Quinet, desde donde se mira el cementerio Montparnasse, había un bistrot llamado el Raspail Vert. Los dueños tenían hijos de nuestra edad y pasábamos horas jugando pinball y tomando una

bebida fresca llamada diavolo au menthe, refresco de limón con licor de menta verde.

Éramos mexicanos que pasábamos muy buen tiempo juntos. En la casa donde nos alojábamos trabajaba un conserje joven, como de veinte años de edad, con quien nos chanceábamos; nos gustaba gritarle: “Vive le 5 de mai”! ¡Viva el 5 de mayo!, fecha conmemorativa de la batalla de Puebla pero sobre todo aniversario de la muerte de Napoleón. Eso lo molestaba.

Un día, Jacques, el conserje nos esperaba frotándose las manos listo para decirnos algo que heriría nuestro honor nacional. Cuando estuvimos cerca nos dijo con un español gutural. “¡Muega Luis Echeveguía! y nosotros, sin pensarlo, gritamos al unísono: ¡¡Muera!!; él, desconcertado, y nosotros abrazándolo con gusto, reímos un buen rato.

Antonio Canchola Castro

canchol@prodigy.net.mx

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