"Al primer muerto nunca lo olvidamos”, escribió un poeta. Ninguno más inolvidable que el mío: una bolsa amoratada sobre la plancha de la morgue, la cabeza apachurrada y una enorme i griega que lo zurcía desde las clavículas hasta el bajo vientre. Desde mis dieciséis años, ese despojo intacto tiene derecho de piso en mi memoria.
Había entrado al Hospital Civil Gonzalitos en Monterrey: una caverna geométrica en la que rebotaban gritos autoritarios o adoloridos que amplificaban la penumbra y el calor espeso. Me perdí entre la marejada de enfermos y parientes, médicos y enfermeras, el tráfico de camillas y sillas de ruedas, hasta encontrar el letrero de informes. Más armado de resignación que de valor, enderecé hacia allí procurando ocultar el carácter clandestino de mi epopeya.
Tres mujeres se apertrechaban tras el mostrador. Cuando llegó mi turno, de acuerdo con mis instrucciones, dije la clave sigilosamente: “Busco a Virgilio Morán.” Las mujeres me miraron con picardía huraña. Manchada de varicela, la primera se lamió coquetamente la dentadura; la otra, muy gorda y con una melena peroxidada, masticó la risita irónica; la última, cara de loba, me pidió mis papeles, que se reducían a un sobre dentro del que había un billete intermediario. La loba lo husmeó, cogió el teléfono y ladró: “Aquí buscan a Virgilio.” Luego señaló una columna y dijo: “Esperatiái.”
Y es que a mi madre, a quien no le bastaban sus diez hijos propios, le daba por ser voluntaria de los ajenos. Junto a una decena de señoras –todas extranjeras, por cierto–, acudía semanal con su bata rosa al pabellón pediátrico y atendía niños averiados, les llevaba el juguete, los lavaba y les cortaba el pelo, les contaba cuentos. Y sucedió en ese tiempo que descubrieron que a una hermanita menor mía, preciosa y diminuta, no le funcionaba la pituitaria y no crecería comilfó. Y como aún no existían las hormonas sintéticas, resultó que se necesitaban glándulas humanas frescas y...
Esperé junto a la columna un largo rato, mirando la romería de humanidad castigada. Me sacó de mi estupor de calor y sueño un hombre que apareció junto a mí, tan callado y remoto que dudé si estaba vivo: “¿Es usted Virgilio...?” Asintió con gesto triste y ordenó que lo siguiera. Ante una puerta que decía prohibido el paso me hizo valer ante la encargada vigilante: “Doña Esperanza –dijo–, deje pasar a este joven, que va con el señor Cuarón.” Y se fue.
Pues mi madre habló con el director del Gonzalitos, muy amable, y como era ahí que se hacían las autopsias y se daban las lecciones de anatomía, y como entonces no había donación de órganos y no había ni leyes ni nada y, sobre todo, como extraer la pituitaria del cráneo no es difícil, pues así a la mexicana, mi madre le preguntó que si no habría modo de...
Esperanza dijo “sigueteste corredor y al fondo te bajas las escaleras hasta que se acaben y aitesperas”. Y bajé y bajé hasta llegar a un pasillo cubierto por un gran charco de agua opaca. No tardó en manifestarse el tal Cuarón, viejo y correoso, sin camisa, con los pies metidos en unas botas de hule negro. Su voz de latón rebotó en el laberinto: “Por aquí.” Crucé con náuseas la
laguna. Las paredes amarillentas se descarapelaban bajo un solitario tubo fluorescente. La temperatura había bajado una decena de centígrados. Un olor cuajado de grasa y desinfectante, sólido como una manta, lo cubría todo.
Los ojos rojizos de Cuarón me evaluaron con sorna. “¿Tonseres hijue doña Teresita?”, dijo. “Sí –contesté–, ella no pudo venir.” Lo seguí casi a tientas hasta una puerta negra, junto a la que había un escritorio. Sobre ese escritorio había un plato de peltre con fideos, el vaso de plástico, las tortillas resignadas. De uno de sus cajones, Cuarón sacó un llavero con una sola llave.
Y es que un hermano de mi madre, que era médico en Chicago, consiguió que la niña formase parte de un grupo que padecía ese desorden y que un instituto estudiaba, pero se necesitaban glándulas para extraerles la hormona y era difícil conseguirlas, y más en Estados Unidos, así que todo dependía de...
Cuarón abrió la puerta negra y me hizo entrar a un cuarto iluminado apenas por la luz temblorosa de unos focos tricolores en un altarcito a la Virgen de Guadalupe. Entonces prendió una luz potente que iluminó la morgue y ahí sobre la plancha, “donde la ciencia sus límites ensancha”, miré a mi primer muerto, a mi muerto i griega.
Cuando salí del desmayo estaba en el suelo. Salí arrastrándome, con los ojos cerrados. El viejo Cuarón se atareaba con su plato de fideo. Repitió su sonrisa de navaja, extendió la mano y, algo repuesto, le di el sobre adecuado. Contó el dinero. Envolvió el frasquito con periódico, me lo dio y dijo: “Al salir, no voltiés patrás.”
¿Y? ~